Editor: Mario Rabey

5 de febrero de 2012

Ella pensaba: ¿Y quién dice que la TV no mata?


La Casa

por Celes Pazto

Llegaba cada noche y le abrumaba la luminosa oscuridad de la casa quebrada por el rítmico flash de la pantalla. Ahí estaba, como siempre, sentado en el sillón, hundido y compenetrado en el cuero plástico, fibra a fibra, sus moléculas se unían formando una sola masa de piel sudorosa y mal oliente. Era una piel cetrina, que no conocía el día ni la noche.

El aroma ya era olor putrefacto humano, como una tela mojada y guardada durante los años en un placard oscuro.

Cuando se sentaba a su lado podía predecir donde nacería un hongo en los surcos de transpiración retroalimentada.

Ni siquiera sabía si reparaba en su presencia, le hablaba, le contaba que había sido de su día y que sería, en sus proyectadas limitaciones, el porvenir.

Trataba de despegarlo, le servía comida a su alcance y como autómata que era alimentaba su cuerpo de forma violenta, siempre dos platos, nunca parecía suficiente.

Se iba a dormir y lo dejaba ahí, con la danza demoníaca de las luces reflejada en su cara y torso desnudo, con el sonido tan fuerte que ella podía aprender el inglés de su mierda en sueños.

Se despertaba cada mañana, él seguía ahí, retozando entre su humanidad abrumantemente olorosa, con algún sin sentido repitiendo su canción una y otra vez.

Evitaba despertarlo, desayunaba breve entre la basura acumulada de promesas de “ya la voy a sacar”.

Lo veía distante a través de las cortinas, se reposaba contra el barandal del infinito piso último dándole la espalda, suspiraba miserias hasta que el sol inundaba sus ojos y volvía a sonreír.

Se iba, y nada, la misma quietud del abandono.

A veces apagaba todo, sólo por generar alguna diferencia en la rutina, de ambos, y ampliaba la distancia de su comodidad para forzarlo a moverse, imaginando el sonido gutural del sillón y su cuerpo fláccido despegándose y emanando flatulencias para caminar torpemente, meciéndose sobre uno y otro pie hasta llegar a destino, como cuando se desconecta brevemente para ir al baño.

Una mañana ella despertó treinta exactos segundos antes que sonara la alarma, sus ojos se abrieron de par en par abruptamente y al contrario de tantas veces no le costó madrugar. Contó solitaria en la cama matrimonial las manchas desparejas en el techo y vio las pequeñas luces de la revelación haciendo formas curiosas en ellas.

Se levantó apoyándose en el borde de la cama, dejando que sus piernas contornearan su forma. Fue al baño, puso la pasta sobre el cepillo de dientes, coincidiendo la cantidad con el tramo de pelillos, frotó sus dientes profesionalmente siguiendo las instrucciones perfectas de cualquier orgulloso dentista. Mientras se miraba al espejo y veía la espuma escurriéndose por su cara, aun con el brillo opaco de la almohada.

Se duchó en cinco minutos, secó su cuerpo con una acolchonada toalla roja, empezando por la cara y terminando en los tobillos, nunca se secaba los pies.

Se vistió con su ropa de trabajo, camino a la cocina, en el trayecto lo vio durmiendo hiperquinéticamente en aquella flor conformada por su restada humanidad.

Tomó el control, apagó el aparato, encendió el silencio, siguió su rumbo a la cocina, preparo café, desayunó de cara a la ciudad.

Dejó la taza en la atestada pileta, miró de reojo la basura, la miró fijamente, decidió “hoy saco la basura”, lo dijo en voz alta y el aire que expiró por sus labios acabó con el fuego de la hornalla prendida.

Preparó sus cosas para salir y acostó la basura frente a la puerta, se volvió hacia el living, notando algo duro en su mano, todavía tenía el control, se lo dejó en el apoyabrazos más cercano, para su comodidad.

Agarró las bolsas, salió cerrando con dos vueltas de llave, el sol brilló su aura y comenzó el día.


Esa noche al llegar a su casa la luminosa oscuridad invadía la calle envuelta en curiosidad.

Las llamas masticaban el cielo y trataban de colgarse de las estrellas para brillar más.


La policía informaba a las hambrientas cámaras de un escape de gas en el último piso, cualquier chispa enciende esa bomba de tiempo, más aún el violento desencadenante de chispas de una TV.


Cuando la entrevistaron ella relató su mañana, recordando que sacó la basura. Mientras su imagen brillante se repetía en millones de livings, cocinas, dormitorios, bailando en flashes en las caras cetrinas del mundo, ella pensaba: ¿Y quién dice que la TV no mata?



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