Editor: Mario Rabey

20 de agosto de 2011

LA NENA QUIERE


fragmento de la novela
"QUIEN JUEGA AL AJEDREZ CON LA GENTE SENCILLA"
de Graciela Taddey

1864

Volvió a verlas: tres eran las mujeres que corrían a las liebres entre los pastizales. Ya las había visto varias veces: a orillas del arroyo arrastrando de una pata las decenas de quilos de un carpincho flechado o con un brazo metido sin remilgos en la cueva de un tatú. Le había llamado la atención verlas usando arco y flechas para cazar al vuelo a las perdices. "Nunca cazan mucho. Eso las diferencia de los otros cazadores"- caviló el italiano que amaba sumergirse en la soledad de aquella tierra nueva, al norte del río Negro, alejada del río Uruguay. Comprobaría más tarde que aquellas tres mujeres completaban su dieta con huevos de ñandú y de otras aves, acaso frutos y miel del monte.

El campo progresaba a tranco lento; cada vez había más alambrados. A los estancieros modernos les interesaba mejorar sus vacunos y lanares, cruzándolos con animales importados de Europa. “Igual que yo”, pensó Emilio, que hacía una década había dejado atrás su comarca natal en el Piamonte. Las estancias no necesitaban ya tantos puesteros y las villas aumentaban el número de sus pobladores con los desocupados de campaña. Otros, sin nada qué hacer la mayor parte del año y arrinconados por los alambrados, vivían en pueblitos miserables, que el desprecio llamó "pueblos de ratas".

Tal como había sucedido en tiempos de la colonia, cuando llegaron las primeras bestias y transformaron la relación del indígena con la naturaleza, esas mujeres habían visto transformadas sus vidas con la ganadería nueva. El espacio vital que les quedó fue un corral entre alambres importados.

Largo tiempo pasó antes que don Emilio pudiera acercarse a ellas, pero mientras, las observó de lejos. Andaban siempre solas y calladas. Entablar conversación con ellas, pensaba él, debía ser algo más que milagro. Las había saludado pero ellas huyeron del saludo. La primera vez que logró hablarles fue cuando necesitó ayuda: "Préstenme un trapo o algo con que parar la sangre", dijo él, con la mejilla ensangrentada por el arañazo de una espina del monte. La mayor de las tres lo curó con emplastos de membrana de huevo. Pero no dijo nada. La más abierta resultó ser la del medio que le dijo: “Esta que lo curó es mi mamá; esta otra es mi hermana menor, la Casiana, y yo soy Juana.”

Desde entonces don Emilio Graciano obtuvo de ellas algunos diálogos, pero siempre atravesados por silencios. Luego del incidente de la herida él se acercó hasta el rancho escondido en el monte, llevando un salame, un botellón de vino y un montón de galletas de campaña como señal de su agradecimiento. Otro día llevó ropas de su hija. “Para las mozas, porque a mi Candelaria les van quedando chicas”, dijo. “Mi Candelaria”, pensó, “es como una muñeca fabricada en Francia. Cutis blanco, hermosos rulos negros, pintadita de rosa las mejillas y hoyitos adornando sus manitas. Estas chiquilinas más se parecen a muñecos de paja, sin nada blando dentro.”

Con el transcurso de los meses y de las acercadillas don Emilio fue quebrando la muralla muda; podía acercarse y decir "Buenas y santas", ser recibido por ellas que no levantaban los ojos del suelo y sin embargo respondían "¿Cómo anda, don Graciano?"

Pasó más tiempo aún antes de que descubrieran todos que compartían una misma afición: reconocer el vuelo de los pájaros por el sonido que hacen en las ramas del monte. "¿Usted sabía, don, que la lechuza nao faz ruido cuando vuela?" "No lo sabía, doña. ¿Por qué será?" "Pa' no despertar a presa... Vuela na noite pa' cazar animais pequenos", dijo la mayor. "Silencio; escuche. Una calandria se movió de allá pa' llá", señaló una de las hijas. "Escuche áhura, don Graciano: susurro 'e paloma." "A lo lejos está llegando un tordo".

En esos diálogos preñados de silencio se cimentó la confianza de las mujeres hacia Emilio. Vivían en la mayor de las pobrezas. Su ranchito tenía paredes de palo a pique, el piso era de tierra apisonada y estaba levantado en las entrañas arbóreas.

Siempre hablaron poco, esquivas, separadas voluntariamente de todo. Antes, contaron, habían sido parte de una familia agregada a una estancia. Los hermanos varones -de cuál, se preguntaba Emilio- andaban por aquí, por allá, a veces de soldados y otras de peones de una zafra. Ellas tuvieron que elegir entre marchar al pueblo, cada una por su lado a conchabarse como sierva, o esconderse en el monte a esperar que de tanto en tanto los hermanos, o algún marido, llegaran de la estancia o de la leva, a descansar un rato y dejar vituallas. Juntaban leña, recogían lo que la naturaleza les ofrecía para saciar el escaso apetito.

La mayor parte del tiempo lo pasaban calladas, mirando al fuego, como hablando con éste.

Una vez la mayor le contó a don Emilio que cuando ella miraba así, tan fijamente al fuego, lo hacía "pa' guardar en éste sus ricuerdos..." "¿Qué recuerdos?" hubiera querido saber él, pero tempranamente se dio cuenta que le habrían contestado con la nada. En efecto, tardaría mucho en escuchar algo más sobre esos recuerdos; se trataba de un pariente heroico, al que no se nombraba. Decían las tres que él “había cumplido con la obligación” y en ese lugar el relato se detenía bruscamente y sobrevenía el usual mutismo. Mucho tiempo después, la madre deslizó algo más. Dijo "mi tata” al referirse a aquel que había cumplido con la obligación. Y mucho después apareció otro dato: así había sido porque "se lo había ordenado la gente."

¿Quién era él y quién era la gente? Don Emilio dejaba que ellas hablaran lo que se atrevían a decir. Ya compartían la mesa cuando él aportaba comida de las casas. Su comunión de almas con la naturaleza, además de la aceptación de aquel silencio espeso, fueron el salvoconducto que llevó a Emilio a conocer más de aquel secreto: ellas eran descendientes de Sepé. La mayor era su hija.

"¿Sepé?", preguntó Emilio. "Sí. Tata es hombre mentao en estos pagos. Muy hábil con el lazo y el caballo. Vive entuavía, viejísimo, por los pagos de Nadal." Juana y Casiana eran las hijas de la mayor, nietas del hombre aquel. En ellas se observaban las huellas de un fuerte mestizaje: mota tenía la Juana, nariz muy ancha la menor…. En cambio la madre era menuda, de cabeza y cara alargadas, pómulos altos, ojos rasgados, oscuros y pequeños. En las tres la piel tenía algo de cobre y de madera seca.

Graciano lo sabía desde los tiempos en que entró a este país: los coroneles solían vanagloriarse de haber eliminado a Tal o a Cual. Él lo había escuchado de boca de don Carlos, cuando éste lo trajo invitado para que cantara en su teatro de ópera recién levantado en medio del desierto: "Siendo muchachos, mamados hasta las patas, nos gustaba salir campo afuera y cazar indios. Pa' ver alguno después, colgado en un árbol, de las patas". Por eso le fue fácil comprender el recelo y el miedo de sus damas del monte. El miedo aquel se había heredado más que el color de la piel o la forma de los ojos y habría de viajar incorporado de una generación a la siguiente, en la misma arquitectura del pensar. Emilio guardó aquel secreto y nunca lo compartió siquiera con sus hijos amados.

En soledad gozosa atravesaba las lomas de cimas aplanadas, se internaba en los campos de chircales, bien lejos de las casas, a visitar a la hija y las nietas de un hombre que había cumplido con su deber.

Llevó más tiempo todavía saber que éste había ajusticiado a un militar malvado que les había mentido: “Un traidor. ¡Pero chiiiiiistt!; ni una palabra de eso que podría costarnos la vida”. Emilio sentía respeto por aquellas paisanas que de alguna manera eran sus únicas parientas en América. Las admiraba por hablar al oído a los caballos, mientras le sobaban las verijas para domarlos suavemente, sin reventarlos a lonjazos. Las admiraba también porque sabían cazar en estricto silencio una vaca perdida. Le gustaba verlas cuando, metidas hasta la cintura en el agua, cortaban juncos y totoras con las que después reparaban la techumbre del rancho.

Un día Casiana, la menor, le preguntó si él sabía leer. Él calculó que ella tendría la misma edad de su hija, Candelaria, tan distinta. Le contestó que sí, pero que había aprendido a leer en italiano y el castellano lo leía más o menos. "¿Y vos, sabes leer?, le preguntó. "No, pero quiero", le dijo con la misma decisión que la alumbraría el resto de su vida. "Don Graciano. Yo quiero". Levantó los ojos negros que usualmente clavaba contra el suelo y los detuvo en la mirada azul celeste de Graciano.

"¿Por qué querés leer?" Hubo que oír la arenga de aquella muchachita habitualmente tan cerrada: "Ya estoy grande y me di cuenta que no tenemos pa’ comer lo que los otros tienen. ¿Y por qué? Yo tuve cuatro…, no, cinco hermanos tuve. Todos murieron. ¿Y por qué se murieron las criaturas? De injusticia. Porque los nenes de la gente rica tienen doctores y nosotros no. Hay que luchar, ¿sabe don? Si no hago nada van a seguir muriendo otros más. ¿Comprende? Yo quiero ser soldado de un ejército que luche pa’ salvar a mis hermanos. De eso no hay, que yo sepa. Sueño con mujeres con grado ´e capitán, teniente y hasta de general, conquistando lo que los pobres necesitan. Tengo que mostrarle a las demás que podemos; que hay que luchar."

Don Emilio había escuchado atentamente. Se mantuvo en silencio un rato más. La casi niña había retornado a su mutismo. A él le había mostrado un mundo nuevo, a él que había creído llegar a una tierra salvaje... sin pensamientos propios.

"De acuerdo, Casianita”, dijo. “Voy a pedirle a tu madre que te permita vivir con mis hijos en mi casa. Porque en el pueblo abrieron una escuela. ¿Vos estás preparada para dormir en una cama con colchón?” “Sí, señor”. “Vas a tener que lavarte las manos con cepillo antes de cada comida, hasta quitarte lo negro de las uñas. ¿Aceptarás bañarte una vez por semana en agua jabonosa y entibiada?” A Casiana aquello le parecía ridículo porque ella se bañaba en el arroyo, pero a todo asintió. “¿Estás dispuesta a no usar más, ni en las trenzas ni en la cara, tu grasa colorada?”. Casiana podría haber argumentado que la pintura ayuda a espantar los mosquitos y jejenes pero siguió callada, negando con el mecer de la cabeza.

Entonces Emilio le tomó la manita delgada y caminaron los dos. En el rancho no encontraron a la madre, que estaba monte adentro cortando ramas. Tras las quejas del monte fueron ellos.

"Dígame doña: ¿puede Casiana ir a las casas y vivir con mi familia? Quiere aprender a leer y yo quiero que lo haga, si usted me lo permite", dijo Emilio. La madre detuvo la tarea; se irguió y se enjugó el sudor. Colocó el machete sobre uno de sus hombros, levantó la cabeza y miró al cielo quemando entre las ramas. Silente se inclinó para hacer un atado con la leña; caminó lentamente hasta la enramada al costado del rancho y se agachó frente al fogón medio apagado. Tanto que el cuerpo le quedó enteramente entre las piernas abiertas flexionadas, cuerpo magro de mujer endurecida, hembra sola. Estiró los brazos hacia la paja seca e hizo saltar la chispa con su yesquero. Cuando obtuvo brasa la sopló, siempre en silencio. Más agachada aún siguió soplando hasta que brotó fuego. Ordenó las ramas abanicando con su sombrero de hombre.

Emilio y la muchacha esperaban. Cuando la llama estuvo alta y roja y amarilla, la mujer madre permaneció mirándola callada. Tiempo después le explicaría a don Emilio que para las grandes decisiones de la vida ella y los suyos consultaban al fuego, que a veces tomaba tiempo pero tarde o temprano respondía. Eso hacía aquel día acuclillada, la hija de Sepé. Pensaba en la pregunta que le había hecho don Emilio, "¿Puede Casiana aprender a leer?".

En esos días le había llegado a ella la noticia de la muerte del tata; ni se lo había dicho a las hijas "pa´no aumentar su miedo". Borracho el tata había sido víctima de “ellos”, finalmente. Se preguntaba si los hijos de los coroneles sabrían o no sabrían leer… porque si los hijos de los coroneles sabían leer, seguro que esa cosa era necesaria.

Al final dijo: "Puede, don" y levantó la vista para mirarlo a él, ella agachada. "Pero tiene que venir a visitarme. No me quités del todo a mi chaloná."

"¿Quién es tu chaloná?", preguntó don Emilio Graciano. "Así llama mi gente a sus nenas; es lengua de charrúas."


1 comentario:

Anónimo dijo...

HERMOSO RELATO... PA´ ANTES DE DORMIR... GRACIAS POR COMPARTIRLO..