Lo obsceno y lo obtuso, o el exterminio como mensaje (De mis archivos amarillentos)
Este artículo de mi autoría fue publicado en 1998 en la revista de la Asociación de Abogados de Buenos Aires. En 2002 lo modifiqué algo - y eso explica la mención a los atentados del 11.9 - pero sin cambiar el sentido.
El disparador fue el "debate" -no existió ni existe aún tal debate, solamente una yuxtaposición de algaradas inconexas - sobre la oferta callejera de sexo en Buenos Aires, que se había convertido casi en un meridiano ideológico de la sociedad porteña. Cualquier similitud con las tensiones y los absurdos argumentales que se escuchan hoy, una década más tarde, no debe atribuirse a la coincidencia, sino a la obstinación de los instintos fascistoides. Mi nota puede estar desactualizada y, seguramente, hoy la escribiría de otro modo. Pero la agenda sigue siendo la misma.
LO OBSCENO Y LO OBTUSO
1. El discurso impenetrable
En nombre del derecho a la vida, fanáticos norteamericanos anti abortistas han asesinado médicos y dinamitado centros dedicados a esas prácticas. La guerra santa del Islam, que consiste en el exterminio de todos los infieles que profesen otro credo, se desata invocando el nombre de un Dios “clemente y misericordioso”. La Inquisición torturaba e incineraba a infieles y poseídos invocando la virtud; no alegaban odio por sus víctimas o deseo de destruirlas sino, por el contrario, piedad por las almas que debían liberar de los íncubos.
La lógica del Terror se nutre de un discurso que es, a la vez, obsceno y obtuso. Su obscenidad reside en la crudeza, en el impudor con que se pone en marcha un ritual de degradación y aniquilación y se exhiben con cínico desapasionamiento los instrumentos, materiales o formales, mediante los que ha de alcanzarse el resultado: Bombas atómicas, patíbulos, códigos draconianos, leyes segregacionistas, campos de concentración y, también, privilegios y perversidad burocrática.
Lo obtuso consiste en negar, en sustraer absolutamente a la discusión, las causas y pasiones originales de la acción - odio, miedo, venganza, codicia -, y reemplazarlas por una argumentación que, dada la irreconciliable contradicción entre fines alegados y medios empleados, resulta impenetrable.
Discutir con un totalitario o con un fanático es imposible por dos motivos, uno metodológico y otro de fondo. El primero radica en la paradoja argumental: Se niega la existencia del Holocausto pero se defienden las políticas de limpieza étnica; los comandantes del Proceso dicen simultáneamente que a) lo que ocurrió no ocurrió y b) lo que ocurrió sí ocurrió pero no es materia juzgable. El segundo motivo, el de fondo, es que no quieren discutir.
El paradigma muscular, la personalidad de acción transformada en conducta corporativa, es impenetrable a la controversia. Por eso es obtuso.
Cuando este paradigma se ve forzado a exponerse en un marco mayor, en el que la regla no es la acción sino la controversia, sus fieles optan por romper las normas y - desinhibidos por el entusiasmo gregario y por la presencia de las cámaras de televisión - revelan sus pasiones básicas. Por eso es obsceno.
Los partidarios de la pena de muerte constituyen un clásico de esta compleja producción de sentidos paradojales. Los juristas no creen en la eficacia disuasiva ni en la moralidad de este homicidio ritual, cometido por el Estado, a sangre fría, con premeditación, con conocimiento previo por parte de un condenado cuya peligrosidad ya está controlada, y a quien por añadidura se lo somete a la tortura y a la humillación de la espera. Todos los dirigentes que promueven la pena de muerte saben que se trata de un sacrificio ritual, racionalmente insostenible, y por eso la agitan como propaganda sin debatir argumentos(lo obtuso).
Dejan, en cambio, que los argumentos los profieran los demandantes, que sin tapujos exhiben las pasiones de odio, venganza y exclusión, y completan el proceso permitiendo a los familiares de las víctimas de delitos penados con la muerte presenciar las ejecuciones(lo obsceno).
El terrorismo no es otra cosa que la utilización de la muerte como propaganda pero, como no soporta presentarse así, requiere invocar fines superiores: La justicia, la paz, el cambio, la defensa de valores preexistentes. Recién en su estadio de mayor descomposición - que coincide con el momento de mayor triunfalismo - tanto el fanático como el cínico inician el viraje de lo obtuso a lo obsceno: Hace poco, un video atribuido a Osama Bin Laden explicaba, con la gracia cordial con la que se comenta una receta de cocina, el efecto del calor sobre la estructura de acero de las Torres Gemelas; hace más de 50 años, los Estados Unidos incineraron Hiroshima y Nagasaki cuando los japoneses ya estaban derrotados, para enviarles un mensaje a los soviéticos que se aprestaban a ingresar en el teatro del Pacífico.
La inmoralidad esencial de la guerra se sincera en los tramos finales, cuando de la epicidad y el heroísmo del combate entre fuerzas parejas se pasa al exterminio del adversario, un exterminio que no tiene sentido estratégico sino emblemático; es, por sobre todo, un mensaje.
2. El paradigma autoritario y los conflictos urbanos (La prostitución callejera)
El recurso de exponer las expresiones más cruentas del pensamiento totalitario para referirnos a los problemas aparentemente domésticos de la convivencia urbana podría ser tachado, también, de extremista. No lo es. El fascismo siempre ha construido su discurso público a partir de la exacerbación de las más arraigadas obsesiones privadas. Instalar, sin mediatizar, el oicos en el agora, es el procedimiento idóneo para vaciar esta última, para privatizar el espacio público.
(Algunos activistas con los que hemos conversado se quejaron ácidamente de que se los hubiera tildado de fascistas. Tienen razón; la ligereza de la rotulación ofende innecesariamente y ocluye el diálogo. Lo interesante es que, después de oída la queja y siendo invitados a exponer con soltura, todo lo que dijeron tenía un claro sesgo autoritario, excluyente, a veces racista o xenófobo, de odio o rechazo a lo diferente, frecuentemente impregnado de intereses económicos y siempre, invariablemente, confundiendo la moral pública con las creencias domésticas).
Los intolerantes, aun cuando desde su ética personal sientan repugnancia ante el crimen - y en muchos casos, efectivamente, están atrapados en el dilema de una doble moral -, participan sin saberlo de la misma lógica de exclusión que sostiene el terror: Yo tengo derechos, el otro no. Como yo pago impuestos, mis representantes son mis empleados y me deben obediencia. Soy un ciudadano de primera y no acepto compartir mi territorio con nadie que no participe de mi paradigma de costumbres.
La lógica de la exclusión, en los problemas de convivencia, dictamina que muerto el perro, se acabó la rabia. Si hay una villa miseria cercana, a los villeros se les atribuyen todos los delitos que ocurren en la zona. A todos los villeros se adjudican todos los delitos; en consecuencia, hay que erradicar la villa, sin importar adónde irán ni, mucho menos, de dónde y por qué vinieron.
La prudencia indica que, frente a conflictos de convivencia, no debe proscribirse a ninguna minoría para tranquilizar a otras minorías, ni aceptarse que ninguna minoría que antes fue perseguida se arrogue hoy el privilegio de perseguir o molestar a los demás. La responsabilidad de los dirigentes de un estado democrático no es matar perros sino erradicar la rabia.
Pero la rabia, así como moviliza a los fanáticos, fanatiza a los desprevenidos y alimenta el oportunismo y el clientelismo. En simetría, la rabia exacerba a los integristas libertarios, para quienes sólo los marginados tienen derechos.
Estas polarizaciones fragmentadas no admiten la mediación ni la recomposición de los conflictos. No hay diálogo ni argumento sino imputaciones inconexas. Vuelve a ponerse en escena lo obtuso que, invariablemente, preanuncia lo obsceno.
Primero se instala la falacia de contraponer derechos de mayorías y de minorías. En realidad, hay un solo derecho. En ningún estado moderno del mundo - con la probable excepción de las teocracias fundamentalistas - se concibe el derecho como un privilegio reservado a las personas de buenas costumbres. Amnistía Internacional, en sus documentos acerca de la pena de muerte, expresa esto sin eufemismos: “Los derechos humanos - dice - rigen para todos los seres humanos, aún para los peores”.
Lo obtuso, en este caso, consiste en rehuir la discusión e insistir en ámbitos donde no hay debate sino sólo alegatos espasmódicos. A la recíproca, partes opuestas en el conflicto atacan e insultan a los quejosos, desplazan a los moderados y arrinconan a los intolerantes en sus posiciones más cerriles.
Una vez más, la primera víctima de la guerra es la verdad. Nadie sabe realmente qué es lo que está en conflicto y, los que lo saben, no logran, no quieren o carecen de destreza para liderar la discusión.
3. Dos ideas, muchas opiniones.
En este marco de confusión, prejuicios, miedos atávicos, vergüenzas sociales no resueltas, tabúes sexuales, racismo y ocupación salvaje del espacio público se instaló la antigua polémica - de una antigüedad ya exasperante- en torno de la prostitución y de su manifestación callejera, tema que adquiere la inusitada magnitud de meridiano ideológico de la sociedad.
De lado de quienes reclaman una solución a los problemas de vecindad originados en la presencia callejera de mujeres y travestis prostitutas se distinguen, por lo menos, tres grupos:
a. Los afectados, cuya vida cotidiana se ve objetivamente perturbada por el abuso de quienes confunden el cese de las persecuciones con un derecho irrestricto a molestar e intranquilizar a los demás.
b. Los intolerantes que, con el propósito alegado de defender los intereses de aquellos, propugnan matar al perro para que se acabe la rabia. De modo recurrente y sistemático, en este mismo grupo se alinean impulsores de la pena de muerte y del agravamiento de las acciones penales en general y de la disminución de la edad punible. Doctrinariamente se presentan como únicos defensores de la moral pública y las buenas costumbres. Se niegan a discutir, rechazan toda mediación o composición y abandonan bruscamente las mesas de diálogo ante la menor contrariedad.
c. Los dirigentes que creen interpretar a los afectados proponiendo prohibiciones cuya peligrosidad e ineficacia conocen, aun cuando evitan discutir en público sobre estos efectos indeseables, para los que carecen de respuestas racionales. Estos dirigentes creen en algunos casos o fingen creer, en otros, que los intolerantes del grupo b son, por antonomasia, la opinión pública.
Del lado opuesto se reconocen también tres grupos. En este caso, menos alineados y más atravesados por contradicciones. Esto es lógico, primero, porque el partido del orden es siempre más coherente y porque prohibir, excluir y censurar es más fácil que conciliar y articular diferencias; segundo, porque el progresismo está más acostumbrado a las luchas frontales contra adversarios tomados en bloque que a producir respuestas eficaces en los intersticios sociales donde los conflictos son más transversales.
Estos tres grupos son:
a. Las prostitutas y organizaciones civiles que se oponen a las regulaciones pero reconocen que entre sus propios pares hay marginales sin conciencia social y, también, provocadores.
b. Los intolerantes que, con el propósito alegado de defender los intereses de aquellos, también propugnan matar al perro, solo que a un perro distinto. Son militantes de la protesta y sólo ven entre la democracia y la dictadura diferencias cosméticas.
c. Los dirigentes que, creyendo sinceramente en las soluciones conciliatorias para construir un orden social justo y tolerante, no siempre logran consolidar sus propias dudas frente a las aparentes certezas de los partidarios del orden.
Las interacciones cruzadas de estos seis grupos, más la realimentación de un sistema de comunicación social aún inmaduro para reconstruir el debate con perspectiva sistémica, más una opinión pública carente, por impericia de unos y manipulación de otros, de una visión integral del problema, dieron a luz dos líneas de pensamiento principales:
La prohibicionista, que - con más facilismo que convicción - decidió que la prostitución, a la que consideran una actividad económica más, debe erradicarse de la calle.
La garantista, que - con más convicción que firmeza - insistió en que regular la prostitución es agravar aún más su indignidad, y que lo único que debe erradicarse de la calle son las reales molestias a terceros.
Pero esta nitidez no trascendió más allá del círculo de los entendidos y los expertos. Para la mayoría, el debate quedó atrapado en las redes de lo obtuso.
Esta vez, paradójicamente, lo obsceno fue lo que vino a echar algo de luz. Los intolerantes, en nombre de la moral y las buenas costumbres, insultaron, ofendieron, aullaron, entorpecieron, escandalizaron, exhibieron sus odios primarios, discriminaron con términos soeces, clamaron por venganza social.
Definitivamente, no puede seguirse sosteniendo que los vecinos que padecen reales molestias frente a sus casas por el abuso de prostitutas y travestis estén genuinamente representados por esa suerte de barra brava minoritaria que el 2 de julio de 1998 enturbió la sesión de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Sería positivo que la dirigencia encontrara caminos idóneos de acercamiento a esos vecinos para facilitar y organizar democráticamente sus demandas por una mejor convivencia, excluyendo a los obtusos y a los obscenos de todo signo.
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