Editor: Mario Rabey

4 de julio de 2010

Sueños II

por Celes Pazto

La noche era oscura, pero no cerrada, estaba abierta para todo el que tuviera la capacidad y predisposición para verla. El cielo estaba teñido de negro, seria que el oxigeno estaba de malos humores, y las estrellas, cual pecas en tu cara, manchaban el firmamento. La luna no estaba. Se habra ido a pasear.

Somos tan pequeños de cara al universo, somos tan infimos e inexistentes ante tantos atomos, y sin embargo somos tanto para nosotros mismos, tanto que separados no podemos respirar.

O eso se creyó en algun momento.

Fue esa serie de minutos eternos que duro aquella noche, la del cielo abierto, negro estrellado, donde estaban tirados en medio del pasto, sobre un colchón, no de hojas, sí de plumas, donde miraban el infinito y se sintieron pequeños, iguales, únicos, y giraban sobre sí mismos sintiéndose cada uno un planeta sin olvidar que ambos eran la constelación.

Y entonces, volvían a apoyar cabeza contra cabeza, y escuchaban como la respiración de uno le hacia cosquillas a la del otro, y se divertían sin siquiera mirarse, sintiendo que estaban flotando en un colchón, en el medio del agua.

Claro, se rozaban sus brazos y la piel era de gallina y amaban recorrerse las manos y reírse por dentro, disimulando cualquier cosa. O tal vez no importaba.

Entonces giraban la cabeza, y se miraban, y se veían, y cerraban los ojos y seguían teniendo la imagen del uno y del otro, trataban de memorizar cada punto de sus caras, las imperfecciones y las curiosidades, las gracias y la belleza, para poder llevarla consigo a la cama cada noche.

Entonces, de golpe, él se levanta, y la mira, con los ojos brillantes de energía, y ella lo toma del brazo, y lo trata de sujetar, pero se da cuenta que él ya no esta ahí, que está en algún lugar, y trata de distraerlo una y otra vez, pero no puede, porque está en otro lugar te dije, y ella vuelve a probar pero él sigue sin inmutarse, y la desesperación empieza a correrle por las venas y ella comienza a enloquecer y preguntarse cómo llegó a eso, por qué no escapó primero, y qué hizo para merecer quedarse con todo eso, con esa vorágine imparable e irresistible que es para que dos puedan sostenerla, soportarla, disfrutarla. Pero ahora es ella sola, y no sabe qué hacer, y mira las estrellas como lloran, y siente como el colchon comienza a mojarse y hundirse, y hacerse parte del río, hacerse parte de la tierra, y ella también, y pronto ya sólo es una planta, con las raíces enterradas en la tierra, que cual Penélope, espera que vengan a buscarla.

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