Editor: Mario Rabey

1 de octubre de 2009

El 30 de setiembre de 1809, Mariano Moreno terminaba de escribir la "Representación de los Hacendados"



El pensamiento de Mariano Moreno


por Luis Cavalli


El fomento de la ilegalidad y el fraude tolerado la daba la legislación particular que la Corona sancionaba receptando las prácticas fraudulentas que se daban de hecho. Veamos el sistema de licencias: estas consistían en contratos entre la Corona y un armador, mediante el cual éste obtenía la autorización para viajar, contra el pago de una suma de dinero y la prestación de algunos servicios vinculados con las necesidades de defensa estratégica y administrativa. La norma general prohibía el tráfico de metales de oro y plata por el puerto de Buenos Aires, lo mismo exportar por el mismo manufacturas de Potosí, o corambre de Buenos Aires. Sin embargo en el contrato se estipulaba la cantidad que el armador podía traer de lo que no se podía traer. Tanto de oro o plata, tanto de manufacturas, como de corambre.


El hombre deambulaba por la sala en un ritual cuyo origen habría sido probablemente en Chuquisaca, pero que había olvidado. Podemos colegir que la sala era cuadrangular y que está en el frente de la casa. Nada nos cuesta agregar (las primaveras son frías en Buenos Aires) que el fuego crepita en la chimenea, un fuego alegre de ser fuego y de dar calor a los hombres, y que el aullido inútil de un perro subía desde el patio, con algún eco de aljibe. No fingiremos haber recuperado increíblemente la hora de la noche, del día o del indistinto crepúsculo; bástenos conjeturar que en aquel momento leía los documentos que servirían como fundamento de la demanda que estaba por entablar, el Contrato Social de Rousseau, algunos papeles donde resaltaba la opinión de Robespierre sobre una revolución, las anotaciones que había venido haciendo en sus reuniones con los hacendados, y las copias de las decisiones del Gremio de los Hacendados. Podemos quedarnos con el insomne e hiperactivo hombre, releyendo los documentos en la madrugada, dando vueltas y arrodillándose para orar, sentándose para escribir y luego volver a caminar por la sala. Y volver a comenzar.
Piensa. Piensa aunque quiera evitarlo. Quisiera dormir, pero no lo consigue. Lo intenta hace muchos años. No puede evitarlo. ¿Es una pesadilla?. No. Está despierto. Siente que no está seguro. Siente que anda entre enemigos, y que a derecha e izquierda lo combaten. Por eso, se vale por todas partes del escudo de la paciencia. Sin ella, sin la oración cristiana, sin la autoflagelación, no estará mucho tiempo sin herida. Pone su corazón fijo en Dios, con pura voluntad de sufrirlo todo por él. Tiene dolor físico y dolor espiritual en esa eterna lucidez nocturna. Sin su disciplina, sin su látigo, no puede sostener la recia batalla que libra contra sí mismo y que ahora necesita para el bien público. Debe pelear, lo sabe, con mucho esfuerzo contra todo lo despreciable del mundo, resumido ahora en los peninsulares, en los conservadores de la revolución, en los comerciantes monopolistas, en los contrabandistas, en los corruptos.

Su insomnio le permite trabajar a destajo porque al vencedor se da el maná y al perezoso le aguarda mucha miseria. Su condición física débil, las recidivas de sus varias enfermedades, su mente siempre atenta, sus horas largas, hacen de él un hombre sin descanso, con una vida más larga e intensa que los demás criollos que necesitan dormir, no solo de noche sino a la tarde, que les ha valido el mote de haraganes por parte de los anglosajones. “Si buscas descanso en esta vida, ¿cómo hallarás después la eterna bienaventuranza?” piensa. No procura mucho descanso, sino mucha paciencia.
El hombre reza, quiere, busca, la verdadera paz, no en la tierra, sino en el cielo; no en los hombres ni en las demás criaturas, sino en Dios sólo, por cuyo amor acepta de buena gana todas las cosas adversas, como son trabajos, dolores, tentaciones, vejaciones, congojas, necesidades, dolencias, injurias, calumnias, reprensiones, humillaciones, insultos, correcciones y menosprecios.

Estas cosas aprovechan para la virtud; estas cosas prueban al gran abogado de los mejores intereses, los más altos, sagrados, los de la nueva patria, los de mejor gente, prueban al jurista soldado de una revolución que viene. O que necesariamente va a venir.

Unas chispas saltan de los leños encendidos, el hombre camina febril alrededor de la habitación mirando el fuego con su vista más allá. De pronto, se arrodilla y entona una oración que ha repetido durante mucho tiempo y sabe de memoria: “Señor Dios mío, tú eres todos mis bienes. ¿Quién soy yo para que me atreva a hablarte? Yo soy un pobrísimo siervo tuyo, un gusanillo despreciable, mucho más pobre y más digno de ser despreciado de lo que yo sé, y me atrevo a decir. Pero acuérdate, Señor, que soy nada, nada tengo, nada valgo. Tú solo eres bueno, justo y santo, tú lo puedes todo, tú lo das todo, tú lo llenas todo, sólo al pecador dejas vacío. Acuérdate, Señor, de tus misericordias, y llena mi corazón de tu gracia, pues no quieres que queden vacías tus obras. ¿Cómo me podré sufrir en esta miserable vida, si no me esfuerza tu misericordia y tu gracia? No me vuelvas el rostro, no dilates tu visitación, no me quites tu consuelo, para que no sea mi alma como la tierra sin agua. Señor, enséñame a hacer tu voluntad, enséñame a conversar delante de ti digna y humildemente, porque tú eres mi sabiduría, que en verdad me conoces, y me conociste antes que el mundo se hiciese, y antes que yo naciese en el mundo.”
Moreno volvió a tomar la pluma, en ese otro día de trabajo duro. El fervoroso cristiano deja paso al hábil abogado. Ahora la frase quedaba perfecta. Redacta: “Representación que el apoderado de los hacendados de las campañas del Río de la Plata dirigió al Excelentísimo Señor Virrey Don Baltasar Hidalgo de Cisneros, en el expediente promovido sobre proporcionar ingresos al erario por medio de un franco comercio con la nación inglesa”.
Había estado dudando sobre el encabezamiento. ¿Por qué la primera persona? ¿Por qué él y no el conjunto de los beneficiarios del nuevo comercio libre firmaban? Esa era su lucha diaria. Consigo mismo, contra ese deseo de ser él y no otro y sintetizar al conjunto de interesados. Lo sabía, lo sabía. Cuantas veces deseaba desordenadamente alguna cosa, tantas perdía la tranquilidad. El soberbio y el avariento jamás sosiegan, sabe y siente. El pobre y humilde de espíritu viven en mucha paz. El hombre que no es perfectamente mortificado en sí mismo, con facilidad es tentado y vencido, aun en cosas pequeñas y viles. El que es flaco de espíritu, y está inclinado a lo carnal y sensible, con dificultad se abstiene totalmente de los deseos terrenos, y cuando lo hace padece muchas veces tristeza, y se enoja presto si alguno lo contradice.
Pero si alcanzaba lo que deseaba sentía luego pesadumbre, porque le remordía la conciencia el haber seguido su apetito. Es un gran abogado, es un lector infatigable, incluso de obras prohibidas por la Iglesia. Su saber y accionar de nada le servía para alcanzar la paz que buscaba. Por el contrario, provocaba esa contradicción entre su saber jurídico y sus convicciones religiosas, que quería con pasión hacer prevalecer en su espíritu y en su vida cotidiana. En resistir, pues, a las pasiones, se hallaba la verdadera paz del corazón que anhelaba. Y no en seguirlas. Pero él era vencido continuamente, a pesar de su oración, de sus plegarias, disciplina y castigo corporal.
Otros males mayores que los suyos individuales afligían a la tierra donde vivía. La Corona española había dejado fluir un río de sangre esclava por la tierra americana, para beneficio de contrabandistas ingleses, franceses, holandeses y los españoles locales. El método resultó único, no solamente por las peculiares circunstancias que lo determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la voluntad humana, y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Tras el tráfico ilegal de esclavos, el contrabando de mercancías con metodología similar.
El rígido monopolio comercial establecido por la Corona española fue la que originó y creó las condiciones para el comercio ilegal en una zona alejada del núcleo del sistema.
En 1561 se inaugura el sistema de Flotas y Galeones, que llevaba implícito el más estricto monopolio comercial. Sus navíos se dirigían a un puerto americano único en Panamá, para que luego de dos trasbordos las mercaderías llegaran a la feria de Portobello, que operaba como centro de distribución para el resto de la extensa América Hispana. El resto de los puertos permanecían cerrados por la voluntad real. Buenos Aires, por entonces y durante mucho tiempo una miserable aldea, no figuraba en las rutas del sistema, por lo que los pocos productos que llegaban resultaban carísimos, dada la distancia y la intermediación.
La Corona, a pesar de todo, conocía el valor que tenía Buenos Aires por su posición estratégica para le defensa del Alto Perú y dada la distancia de los centros principales del imperio, estableció el otorgamiento de licencias para navegar directamente desde España a Buenos Aires. Los navíos llegados en estas condiciones se los denominaba “Navíos de Registro”.
Este sistema de licencias no fue bien visto por los comerciantes de Sevilla quienes presionan al rey, logrando que en 1617, coincidente con la creación de la Gobernación de Buenos Aires, cancela las licencias permitiendo sólo dos buques por año de cien toneladas. Esta restricción fomenta en la práctica el contrabando. La presencia inglesa, holandesa y francesa, más la concreta necesidad de mercancías para consumo en la región rioplatense motorizan este contrabando. El propio sistema genera la enfermedad. La corrupción es la supervivencia de Buenos Aires. Luego será su crecimiento y desarrollo deforme.
A este mecanismo jurídico siguió otro no menos tolerante para el fraude y la estafa: el de los registros. Estos eran listas de mercaderías, donde se asentaban también los datos relativos a los capitanes, tripulación, características del navío, propietarios de lo embarcado. En esto se explicitaba la dureza del monopolio. Pero se establecía que a cada clase de producto correspondía un tipo especial de recipiente y bulto, con peso y tamaño categorizado. Los derechos fiscales, los almojarifazgos, se cobraban sobre estos recipientes, sin mirar el contenido, ya que debían salir y llegar perfectamente cerrados.
Con el tiempo este sistema fraudulento terminó perjudicando a la misma Corona. La reacción que tuvo frente a la realidad no fue sino un ejemplo más del camino ya tomado. En vez de poner fin al sistema, lo que hizo fue admitirlo, estableciendo el indulto, una especie de impuesto al delito, que consistía en la compra anticipada de la absolución antes de que los fraudes fueran descubiertos.
La pluma seguía corriendo “….Apenas se publicó el oficio ( de apertura comercial) de V. E. cuando se manifestó igualmente el descontento y enojo de algunos comerciantes de esta ciudad; grupos de tenderos formaban por todas partes murmuraciones y quejas, el triste interés de sus clandestinas negociaciones les hacía revestir formas diferentes, que desmentidas por su anterior conducta, desvanecían el ardiente empeño con que se sostenían. Unas veces deploraban en corrillos el golpe mortal que semejante resolución inferiría a los intereses y derechos de la Metrópoli; otras, anunciaban la ruina de este país con la entera destrucción de su comercio; los unos presagiaban las miserias en que debía envolvernos la total exportación de nuestro numerario, y otros, revestidos de celo por el bien de unos gremios que miran siempre con desprecio, lamentaban la suerte de nuestros artesanos, afectando interesar en su causa la santidad de la religión y pureza de nuestras costumbres.”
Vino a la mente del escribiente los hechos comunes del comercio monopólico: Las transgresiones legitimadas a las leyes, también se reiteraban en las llamadas ”arribadas forzosas” de navíos no autorizados. Estos barcos fingiendo riesgo, arribaban a puerto donde se dirigían a personas que los esperaban en tierra y con los cuales ya habían concertado negocio. Hernandarias describe el sistema, que consistía en llegar, probar la necesidad de la arribada, comprar bastimentos y fingir la partida. Es en ese momento cuando los comerciantes locales intercedían ante las autoridades para que no lo dejasen partir y autorizasen vender la carga, argumentando la necesidad que de ella se tenía.
Con ilegalidad más manifiesta se daba el caso del comiso directo del navío que llegado a Buenos Aires en arribada forzosa vendía una significativa parte de su carga sin permiso. La carga se vendía en almoneda pública, que era adquirida para su reventa por comerciantes vinculados al capitán de la embarcación. Esta práctica estaba sistematizada y era muy frecuente debido a que estaba establecido que los funcionarios intervinientes tenían un porcentaje de lo vendido.
El abogado daba vueltas y vueltas caminando en la sala. Empapaba luego la pluma en tinta, se sentaba y escribía: “El decoro mismo de la autoridad pública exige que no se tolere este ridículo juego con que se pretende sostener ciertas leyes, sin otro estímulo que el lucro que promete su impune violación. Cuanto se diga de la apertura del comercio, podría concederse sin riesgo de comprometer la causa que patrocino; sea un gran mal esta tolerancia, pero es un mal necesario, cuya prohibición nunca podría precaver sus perniciosos efectos. V. E. ha indicado en su oficio, las dificultades que se presentan a la autoridad para llevar a debido efecto una proscripción cual corresponde a las negociaciones inglesas que están a la vista, pero si las indicadas consideraciones son un poderoso argumento derivado de las circunstancias de nuestra situación, la naturaleza de estos negocios debe decidir a la superioridad, por los seguros conocimientos de las personas que se versan en ellos. Habiendo negociaciones inglesas en nuestras balizas y habiendo comerciantes en esta ciudad, entrarán aquéllas, a pesar de las más severas prohibiciones, y la vigilancia del Gobierno no servirá sino de encarecer el efecto por los dobles embarazos que deben allanarse a su introducción.”
Las horas de los largos días pasaban. El jurista, el conocedor de la realidad rioplatense, el economista, escribía con febril interés:… “¿Qué viene a ser el comercio? Es el movimiento o circulación de los objetos de cambio, por el que nos deshacemos de nuestros sobrantes, y adquirimos lo que nos hace falta. ¿Quiénes son los que contribuyen más al comercio, y, por consiguiente, sus partes esenciales? Son los creadores de los objetos de cambio naturales o manufacturados: son los agricultores y artesanos. Vosotros, comerciantes de los puertos de mar, vosotros no sois sino los corredores, los trajineros del comercio; más, en muchos casos sus mayores enemigos, por el precio exorbitante que ponéis a vuestra intervención. ¿Miráis en vuestras operaciones el bien del estado? No; el oro es vuestro dios y el objeto de vuestras diligencias, como lo prueba el que siempre os he visto contentos de la escasez y pesarosos de la abundancia”.
“No puede ser hoy día buen español el que mire con pesar el comercio de la Gran Bretaña: recuérdense aquellos fatales momentos, en que desquiciada nuestra monarquía, no encontraba en sí misma recursos que anticipadamente había arruinado un astuto enemigo. ¡Con qué ternura se recibieron entonces los generosos auxilios con que el genio inglés puso en movimiento esa gran máquina que parecía inerte y derrumbada! ¡Con cuánto júbilo se celebró su alianza, y se anunció la gran fuerza que se nos agregaba con la amistad y unión de nación tan poderosa! Es una vileza vergonzosa que apenas se ha tratado de reglar un comercio que únicamente puede salvarnos, y que no puede practicarse sino por medio de nuestros aliados, se les mire por nuestros mercaderes con una execración injuriosa a comerciantes tan respetables, e incompatible con el placer que antes manifestaban por sus grandes beneficios.”
“Acreditamos ser mejores españoles cuando nos complacemos de contribuir por relaciones mercantiles a la estrecha unión de una nación generosa y opulenta, cuyos socorros son absolutamente necesarios para la independencia de España. Sabemos que en la guerra de sucesión consiguió la Francia un libre comercio con las Américas españolas, y nos avergonzaríamos de negar a la gratitud lo que entonces arrancó la dependencia y el temor; en la necesidad de obrar nuestro bien, no nos arrepintamos de que tenga parte en él una nación a quien debemos tanto, y sin cuyo auxilio sería imposible la mejora que meditamos. Estos son los votos de veinte mil propietarios que represento, y el único medio de establecer con la dignidad propia del carácter de V. E. los principios de nuestra felicidad, y de la reparación del erario.”
El frío atardecer de ese eterno día de la primavera porteña vio el final del escrito jurídico. Mariano Moreno se arrodillo frente al crucifijo de la sala y con un susurro comenzó la oración: “Dame, sobre todo lo que puedo desear, descansar y aquietar mi corazón en ti. Tú eres la verdadera paz del corazón; tú su único descanso; fuera de ti todas las cosas son molestas y sin sosiego. En esta paz, esto es, en ti, único sumo y eterno Bien, dormiré y descansaré. Amén”.
Se levantó con sus dificultades reumáticas y debilidad de la falta de descanso y estampó su firma y la fecha: Buenos Aires, septiembre 30 de 1809.
La semilla de la revolución había sido sembrada.

Luis Cavalli luiscavalli@hotmail.com
Publicado en Agenda de Reflexión

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