por Nanin Puente
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Eugenia llegó a la estación de San Miguel. Pasó el control del boleto y pisó el andén recién lavado. Esquivó los charquitos y levantó la vista. La estación de San Miguel, como la de William Morris, tiene una construcción que la diferencia de la mayoría de las estaciones de FC San Martín edificadas de acuerdo al estilo inglés. De vuelta, la película comenzó a rodar. Se encontró en un lugar que no le parecía que tuviera que ver con su país. Se hallaba en cualquier lugar de Latinoamérica, según lo que había visto en documentales o notas periodísticas. No solo por la cantidad de negocios tipo feria que recorren la estación sobre sus dos manos, sino por el tipo de gente, mucha, que a esa hora va y viene y que aumentaba en número a medida que se atrasaba el tren proveniente de J. C. Paz. Peruanos, bolivianos, paraguayos, argentinos, alguno que otro chino o negro. Distintas tonalidades de piel en un boceto en el que podían fácilmente confluir la similitud de los rasgos, observación que siempre la había hecho pensar en aquello una vez leído sobre un único origen ancestral. Vestimentas, unas coloridas, elegidas por la necesidad de conservar el arraigo a lo desarraigado; otras, al estilo de una propaganda comercial, mostraban cierta adhesión a una moda siempre impuesta. ¿Reflejarían el deseo de ser como "los otros", modelos de un supuesto éxito social? Nunca alcanzado por ellos, ilusioriamente, los alejaba de la idea de pertenecer al grupo “negros de mierda”. Músicas que mezclaban todos los ritmos sobre la que sobresalía, una cumbia. En eso, mientras recorría la escena, vio venir hacia ella algo que la impactó. Ese algo era un alguien, una mujer. De rostro bello, hasta la cintura conservaba una apariencia humana promedio, por debajo, una pierna cortada y la otra de escasos centímetros. La altura de esta mujer no pasaba del metro. Apoyada sobre dos muletas, se desplazó rápidamente, pasó al lado de Eugenia que giró para seguir el recorrido de esta mujer. Llego a un puesto de venta de panchos. Ahí se encontró con otra, bastante gorda y con una cara que Eugenia reconoció como de una persona de limitada capacidad intelectual. Se besaron, rieron. Eugenia sintió que formaba parte en un trío imaginario y supo que habría de suceder a continuación. Aparecerían ellos.
Ellos que la podían sorprender en cualquier momento y lugar. Al limarse las uñas, al mirar por la ventana la lluvia persistente, al escribir frases sueltas en una agenda del año en curso, obtenida gratis gracias a la propaganda farmacéutica, y al estar parada, simplemente, sólo mirando a su alrededor, como ahora. O como le pasó cuando a Eugenia se le ocurrió mirar a lo largo del tren, en su interior. Y lo que observó la sorprendió de una manera poco grata: un túnel que oscilaba, según el tren siguiera las curvas del las vías o fuera en línea recta. Esta visión se unió con la del túnel del que muchos sostienen que uno ve antes de morir, con una luz brillante al fondo. El tren, sin embargo, parecía no tener un fin.
La secuencia que a Eugenia tanto la asustaba se componía de varias brechas: primero, los presentía; luego, comenzaban a ser casi una certeza cuando los escuchaba aproximarse. Sentía un estremecimiento en el medio de la espalda y se preguntaba si venían por ella con un sí como respuesta de antemano. Si a eso le agregaba la descarga eléctrica propia de una tormenta de verano, la escena era perfecta para la invasión.
El desayuno la distraía parcialmente porque seguía oyendo sus susurros, todavía lejos aunque cada vez más cerca. Se trataba de no abrir la brecha apropiada para que se escurrieran como el agua de los fideos, en la conciencia. Y así, como el agua de los fideos que siempre parece ser la misma pero no lo es, ellos simulaban ser invariables pero no lo eran. Bien alimentados, habían transformado su esencia y aumentado su poder.
En esas ocaciones, Eugenia rumiaba, indecisa, confusa y con miedo, Los recuerdos de mis recuerdos hacen que mi vida me parezca un guión cinematográfico. Soy una, la que recuerda y al mismo tiempo, soy la otra, la que existe en un tiempo fluctuante que recorre una línea imaginaria marcada por puntos de ruptura. Y esto me lleva a la pregunta de quién soy que me ha angustiado desde que nací. Y si sumo los sueños que me hablan de otros fantasmas, ¿Cómo unir lo que evoco de mi supuesta realidad, lo que creo que he vivido en este extraño lugar en el que reside mi corazón y lo que los sueños traen a la conciencia? ¿Quiero que se produzca alguna suerte de entendimiento entre las partes que me traslade a un espacio real y propio? Ahora bien, no es fácil estar al acecho de la irrupción de los recuerdos. No es fácil mantener la guardia. Una sabe que darán el asalto que nunca es el final. Dicen, que la guerra la ganan en el momento de la muerte. Te acorralan para luego intentar dominarte. Es lo que han hecho siempre. Su recurso más importante es que me conocen de toda una vida y saben pegar donde más duele y ahí, listo. Generalmente, me han derrotado una y otra vez. Después, solo puedo ofrecerles una mueca como sonrisa, lágrimas, una garganta cerrada, un cuchillo en el pecho. Y como parte de una de sus estrategias, se cuelan en una canción de Serrat. Los recuerdos son… y estoy perdida. Ya saltaron las murallas.
Eugenia logra escaparse a través de un mensaje de texto. Alguien le pregunta dónde está. Y en el conjunto interrogativo de su interlocutor surge, Eugenia, que vas a hacer de tu vida. No sé, y siente que a través de esa pregunta, en una situación que creía estar a salvo ya, ganaron ellos. Los imagina, cómplices en preparar su sumisión, vanagloriándose en una sola frase: preparen armas. Eugenia, con el pecho preparado, recuerda.
19 de mayo de 2011
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1 comentario:
una vez, o dos, estuve en la Estación de San Miguel, de la que ya ni me acordaba. Leer "Eugenia", fue ser atacado por aquellas imágenes vistas alguna vez.
Además...también siento que ellos me están rodeando...que apuntan...que: fuegooooo.
Que muero y por suerte renazco.
¿Cómo morir sin releer "Eugenia"?
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