Editor: Mario Rabey

2 de agosto de 2010

Genn

por Matías Bombal

La ciudad se escurre por tus ojos, callando una y otra vez todas las palabras.

Por la blancura del cielo, que continua en el marco de tus ventanas para morir en tus mejillas sonrosadas, asoman las reminiscencias del calor de los mandalas escondidos de tu piel. Las ansias se desarman en oleadas mareas saladas, en un arrumaco infantil, puro, con la fuerza para deshacer toda la maldad de la ciudad con uno solo de nuestros besos, un mínimo y celestial roce de rosas que los labios enarbolan. Y de pronto mis parpados son fuego ardiendo y explotando a la vida, tu vida, mientras una sonrisa me desarma las costillas en suspiros involuntarios. El leve temblor que mis yemas ocultan te dibuja nuevamente mientras un sol frío y temprano nos cosquillea las sonrisas unificadas en cada átomo, mientras le enseñamos a Cupido como se debe apuntar el arco. Romper este amanecer una y otra vez hasta fisurarlo con la fuerza de mis caricias, de mis brazos consagrándose al elevarnos en un sinfónico silencio de respiraciones mezcladas, de tus ojos deseando arder en los míos mientras reinventamos las letras con las que escribir amor, dejándolo así, todo revolucionadito y húmedo.

El corazón humedece cada poro, abrumando un ejercito de relojes que quejan la pena de sus minutos al vernos irrumpiendo en la eternidad, sosteniéndonos mutuamente, retroalimentando nuestras sales y el hambre de nuestros dedos inquietos intentando devorarnos, de mis corneas guardando avaramente cada retazo de luz que generas al verme, al sentirme reinventándome al reinventarte, justo en el momento en que nuestras existencias se mezclaron por completo, en ese instante en que el mundo se deshizo en el aire que nos separaba y volvió a ser una sola partícula latente y apretada entre mi pecho y el tuyo. Ese segundo que se repite una y otra vez en mi corazón, ese segundo eterno, en cual habitamos vos y yo, tan yo como vos. Esa semilla divina que descubrimos, ese resabio ancestral nos contiene para siempre, mi amor, enmudeciendo el cosmos ante nuestra unión, erguida como una torre de marfil en medio del lodo vulgar y lo vano de nuestras vestiduras de carne, de nuestros harapos de luz, de nuestras sonrisas de huesos que no hacen mas que imitarnos, y que aun así podría terminar con toda infelicidad de toda persona, de todo tiempo.

Así, a través de todo este cielo gris, de todos este cemento, de todas estas miradas vacías y huecas, así sos en mi, mágicamente, hasta que todas mis lunas vuelvan a reflejarse en tu pelo para robarte todo lo que necesitan para platear el cielo cada noche. Hasta que mis brazos y mi sonrisa te envuelvan una vez mas en un capullo de sal inexplicablemente dulce. Porque todos los salares perdidos en los insondables laberintos de mi cuerpo son endulzados por esa sonrisa calida en medio de este invierno mojado y frío, a la cual abrigo con mi cariño para que sus comisuras no sequen su alegría. Me suicidas las neuronas y revitalizas mi acorazado andante.

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