El libro
"Por Favor, Mátame" es una completa retrospectiva sobre la gestación y el nacimiento del punk, narrada por sus propios protagonistas. Sin embargo, al decir punk no hablamos tan sólo del estereotípico movimiento británico del '77, sino también de la trepidante aventura musical que empezó a tomar forma bajo tierra a mediados de los años 60, en Estados Unidos.
Partiendo del Nueva York de 1966, con la Velvet Underground y Nico, Andy Warhol y los personajes de la Factory, el libro viaja a Detroit (MC5, Stooges), Nueva York de nuevo (Patti Smith, New York Dolls, Ramones, Television...), Gran Bretaña (The Clash, Sex Pistols...) para así escalarecer el proceso por el cual fue alumbrado el punk y su posterior impacto mundial.
Los Autores
Legs McNeil, nacido en el estado de Connecticut, viajó a Nueva York en 1975, cuando sólo contaba con 18 años, y fundó la revista "Punk!" junto al dibujante John Holmstrom, mientras vivían a caballo entre el Bowery y una comuna hippy en la calle 14, en Manhattan. Desde su privilegiada posición fue testigo presencial de la revolución musical que tuvo lugar a su alrededor, y recogió los testimonios de Lou Reed, Ramones, Patti Smith, Television, los Heartbreakers de Johnny Thunders y Richard Hell, la llegada de los Sex Pistols y losClash...
Veinte años más tarde plasmó, con la ayuda de Gillian McCain, esos testimonios llenos de locura, esas charlas informales y desvaríos alcoholizados.
ED SANDERS: El problema de los hippies fue que la propia contracultura desarrolló una hostilidad interior, entre los que contaban con el equivalente a un fondo en depósito y los que tenían que ingeniárselas para sobrevivir. Es cierto que los negros, por ejemplo, sentían un resentimiento hacia los hippies en el Verano del Amor, en 1967, porque percibían que aquellos chicos que dibujaban amebas en sus libretas de Sam Flax, quemaban incienso y tomaban ácido, podrían salir de aquello en el momento en que quisieran.
Podrían volver a casa. Podrían llamar a su mamá y decirle, “Sácame de aquí”. Mientras que alguien que se ha criado en las viviendas subvencionadas de Columbia Street y se mueve por los límites del parque de Tompkins Square no tiene escapatoria. Esos chicos no tienen ningún sitio adonde ir. No pueden volver a Great Neck, no pueden volver a Connecticut. No pueden volver al internado en Baltimore. Están atrapados.
Así se desarrolló otro tipo de hippie, más lumpen. Gente que procedía realmente de una infancia llena de abusos, de unos padres que los odiaban, que los echaban de casa. Chicas procedentes de familias religiosas que las llamaban putas, o decían, “Has abortado, largo de aquí”, o “He encontrado píldoras anticonceptivas en tu bolso, fuera de aquí”. Y esos chicos fermentaron en una especie hostil y callejera. Punks.
DANNY FIELDS: Yo estaba en Los Ángeles, alojado en el Castle, con Edie Sedgwick y Nico. El Castle era una casa de dos pisos, propiedad de alguna reina de Hollywood que la alquilaba a grupos de rock. Todo el mundo se había alojado allí, Dylan, los Jefferson Airplane, la Velvet. La propietaria la alquilaba a los grupos porque la casa estaba en estado ruinoso, y le daba igual lo que pudiera ocurrir.
Antes de llegar, había estado en San Francisco viendo a los Doors en el Winterland. Después del concierto, fui a los camerinos y me encontré a Morrison rodeado de groupies, muy feas y desaliñadas. Pensé que aquello era malo para su imagen, y me propuse que Morrison se liara con Nico. Quería que conociera a Nico, se enamorase de ella, y se diera cuenta del tipo de chicas con las que debía salir. En realidad, no era asunto mío, pero...
Nunca he sentido ningún respeto por Oliver Stone, y después de ver la escena del encuentro de Morrison con Nico en la película de los Doors... “Hola, soy Nico, ¿quieres acostarte conmigo?”. La realidad no pudo ser más distinta.
Lo que pasó fue que me encontré con Morrison en las oficinas de Elektra, y él me siguió hasta el Castle en un coche alquilado. Morrison entró en la cocina, y allí estaba Nico. Se quedaron mirando al suelo, sin decir nada. Eran demasiado poéticos para decir algo. Entre ellos se creó un rollo aburrido, silencioso y poético, una unión mística. Creo que Morrison le acarició el pelo, y después empezó a ponerse muy borracho, mientras yo le suministraba los restos de droga que Edie Sedgwick no me había robado.
(...) Cogí un poco de ácido que quedaba y se lo di a Morrison, que se colocó tanto que quiso largarse con el coche. Entonces quité las llaves del contacto y las escondí debajo del felpudo del coche. Tenía miedo de que se despeñara por un acantilado. Yo estaba allí cobrando de Elektra, y no hubiera quedado bien que el cantante se matara porque el publicista le había puesto hasta el culo de todo. Preferí secuestrarlo.
En el Castle no había teléfono. No podía salir de allí. El sabía que yo le había quitado las llaves, pero iba demasiado colocado... Al final me fui a dormir.
Cuando ya dormía, Nico entró en mi habitación, gritando, “¡Me va a matar! ¡Me va a matar!”. “Déjame en paz, Nico, estoy durmiendo”, le contesté yo. Entonces se fue y la oí gritar. Miré por la ventana y vi a Morrison en el patio, tirando a Nico del pelo. Al cabo de un rato, David Numan me volvió a despertar y me dijo, “Sal a ver esto”. Entonces vi a Nico en la entrada, llorando todavía; y a Morrison encaramado al tejado, desnudo a la luz de la luna, saltando de un torreón al otro.
IGGY POP: Después de oír a la Paul Butterfield Blues Band, a John Lee Hooker y a Muddy Waters, incluso a Chuck Berry, no podía volver a escuchar a los grupos de la British Invasion, como los Kinks. Lo siento, los Kinks son geniales, pero cuando eres joven e intentas descubrir dónde tienes las pelotas, piensas, “¡Esto es una mariconada!”.
Había intentado ir a la universidad, pero aquello no era lo mío. Conocí al guitarrista de la Paul Butterfield, Mike Bloomfield. Me dijo que, si quería tocar, tenía que ir a Chicago. Me fui con 19 centavos en el bolsillo, con unas chicas que trabajaban en Discos Discount. Me dejaron en casa de un tipo llamado Bob Koester, el propietario de la tienda de discos especializada en jazz. Dejé allí mis cosas y fui al barrio de Sam. Yo era el único blanco. Daba miedo, pero formaba parte de la aventura. Pequeñas tiendas de discos, mojos en los portales, gente vestida con ropa de colores chillones. Encontré la casa de Sam, y a su mujer le sorprendió mucho que le andara buscando. “Ahora no está. ¿Te apetece un poco de pollo frito?”, me dijo.
Sam estaba tocando con Jimmy Cotton, y yo iba a verlos y aprendía lo que podía. Muy de vez en cuando me dejaban tocar, y ganaba 5 o 10 dólares. Una vez toqué con Johnny Young; le había contratado una agrupación eclesiástica blanca, y yo le pedía muy poco dinero, de modo que me dejó tocar. Fue muy emocionante codearme con aquellos tipos. Tenían una actitud de vividores. Me di cuenta de que para ellos la música era algo natural; infantil y encantador en su simplicidad. Era una forma de expresión natural, un estilo de vida. Estaban siempre borrachos, siempre hablaban de sexo. Eran sólo unos tíos que no querían trabajar y tocaban de puta madre. Me di cuenta de que estaban muy por encima de mí; era ridículo que intentara copiarlos, como hacían la mayoría de grupos de blues blancos.
Entonces, una noche, fumé un porro. Siempre había querido tomar drogas, pero hasta entonces no lo había hecho porque sólo conocía la marihuana, y era asmático. Pero Vivienne, la chica que me había acompañado a Chicago, me había dejado algo de yerba. Me fumé el porro y de pronto lo vi todo claro. Lo que tienes que hacer es tocar tu propio blues, pensé. Describir tu experiencia como esos tipos describen la suya...
Y así lo hice. Adopté sus formas vocales, y también sus giros lingüísticos; cosas que oía o malinterpretaba de sus canciones. Probablemente, “I Wanna Be Your Dog” sea mi malinterpretación de “Baby Please Don’t Go”.
RON ASHETON: Era la primera vez que entrábamos en un estudio. Colocamos los Marshalls y pusimos los volúmenes al diez. Empezamos a tocar y John Cale va y nos dice, “No, así no”. “No hay ningún así, así es como tocamos”, dijimos nosotros. Cale nos decía lo que teníamos que hacer, y, como los típicos jóvenes tercos que éramos, hicimos una sentada. Dejamos los instrumentos, nos metimos en una de las cabinas, y empezamos a fumar costo. Pero Cale no cejaba en su empeño. Nos daba lecciones de grabación: “Con estos amplis tan grandes no se consigue un buen sonido. No van bien”. Pero nosotros no sabíamos tocar si no era a ese volumen. No dominábamos los instrumentos, eran todo acordes con cejilla. Habíamos teloneado a Blue Cheer en el Grande, y llevaban triples columnas de Marshalls, tocaban tan alto que dolía, pero nos encantaron. ¡Triples columnas! Era lo único que conocíamos.
Al final, llegamos a un acuerdo. Bajamos los amplis al nueve.
BILL CHEATHAM: Ronnie recibió una llamada de un tipo de Hacienda, diciendo que el grupo debía un montón de dinero en impuestos atrasados. Ronnie le dijo que no sabía nada. El de Hacienda le dijo, “Será mejor que os lo miréis”. Entonces Ronnie le dijo, “Mira, tío, somos todos drogadictos, no sabemos dónde está el jodido dinero”. El otro colgó, y los Stooges no volvieron a tener noticias de Hacienda.
BEBE BUELL: Conocí a David Bowie en el Max’s. Yo estaba con Todd Rundgren y un grupo de gente. Él estaba con su mujer. Vinieron a nuestra mesa y David me dijo que su mujer y él me encontraban muy guapa, y que se llamaba David, que aquélla era su mujer, Angela, y me preguntó cómo me llamaba yo. “Soy Bebe Buell, y éste es mi novio, Todd Rundgren”, le dije yo. Miró a Todd y le dijo, “He oído a hablar de ti. Dicen que eres muy inteligente”. Y Todd le contestó, “Sí que lo soy. Y también dicen que tú me estás plagiando”. David le miró como si estuviera loco. Hubo un enfrentamiento inmediato entre los dos.
Al día siguiente, David Bowie me llamó por teléfono. Se había enterado de dónde vivía y había buscado el número. Me invitó al Radio City Music Hall, a ver a las Rockettes, y después quiso que le hiciera de guía turística por Nueva York.
Era muy dulce. Fui de compras con él. Me compró dos pares de zapatos y un par de vestidos, además de unas estrellas de purpurina. Nos pusimos las estrellas en la cara cuando le llevé a ver a los Dolls una semana más tarde. David me vino a buscar en una enorme limusina, y yo le pregunté, “¿Cómo pagas todo esto?”, “Mi manager me lo paga”, contestó él. David ya era muy extravagante, para no ser todavía conocido en Norteamérica. Fuimos y nos lo estuvimos montando durante todo el concierto. Los Dolls estuvieron increíbles, y entre beso y beso, Bowie lucía una enorme sonrisa en la cara. Sí, volvía a ser la furcia número 1, porque la foto salió en los periódicos y toda la ciudad lo supo. “¡La furcia ataca de nuevo!”.
RAY MANZAREK: Danny Sugerman me llamó y me dijo que mí cantante estaba en la cárcel, y que teníamos que ir a pagar la fianza. Le habían detenido por embriaguez y desorden público. La fianza era sólo de 150 pavos. Entregamos el dinero, y en veinte minutos apareció James “Iggy Pop” Osterberg tambaleándose, con un vestido de mujer. Me lo quedé mirando y le dije, “Jim, ¿llevas un vestido de mujer?”. “Siento discrepar”, me contestó él. “Es un vestido de hombre”.
MARY HARRON: En otoño de 1976, en Londres, podías sentir que el mundo temblaba. Sentía que lo que en Nueva York había surgido como una broma, se había hecho realidad en Inglaterra, gracias a un público más joven y violento. Y que, de algún modo, la importación del movimiento había creado algo nuevo y diferente. La cultura rock adulta, intelectual y bohemia de Nueva York, se había convertido en una movida loca y adolescente en Inglaterra. Recuerdo que aquel verano fui a ver a los Damned, que me parecían malísimos, con mi camiseta de la revista Punk. La gente se me tiró encima. Todo el mundo estaba emocionado con mi camiseta de Punk. No sabía qué decir. Estaba en el backstage y veía a centenares de chicos con el pelo teñido de rojo y la cara blanca. Llevaban cadenas, esvásticas y cosas clavadas en la cabeza, y yo pensaba, “Dios mío, ¿qué hemos hecho? ¿Qué hemos creado?”.
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