Editor: Mario Rabey

24 de marzo de 2011

Bebé, por Alicia V. Muzio

Especial para mano de mandioca, por Alicia V. Muzio (2003), inédito, en el Día de la Memoria


Los metros que la separaban de él, no impedían que pudiera observar cada detalle. Sin dudas, y aunque también sin temor a ser reconocida, ponía en su mirada el más puro de los respetos, porque, después de todo, lo estaba espiando.


Adivinó cada uno de sus movimientos cuando lo vio abrir la puerta. Rodeó lentamente las mesas con libros sin detenerse en ninguna, sus pasos serenos y decididos lo llevaron hasta los apenas cinco o seis escalones que conducían a las estanterías paralelas. Como lo imaginaba tomó el camino de la izquierda; ¿acaso no era dónde estaban los libros que ella leía?

Metió sus dedos detrás del cristal de los anteojos para pasarlos por sus párpados; ese modo casual e inconciente tan conocido para ella la estremeció.

Era hermoso, era tan hermoso como pocos en el mundo. Sus ojos tan cristalinamente azules seguían pareciéndole un milagro; nadie había heredado los ojos de su madre, pero los de él eran casi exactos. Podía verla mirándola de frente mientras acomodaba las hebillas de su cabello y le hablaba de la prolijidad de una niña; pero muchas veces ni la escuchaba porque se perdía navegando en tanto azul.

Se tomaba todo el tiempo del mundo, sereno y disfrutando, tomaba los libros y se quedaba viéndolos cómo si el hecho de tocarlos pudiera trasmitirle cada una de las palabras escritas y sus conocimientos. No resistió tantos metros entre su cuerpo y el suyo, y caminó los pasos necesarios para acercarse, pero no mucho. Ni siquiera me intuye, no tiene idea de que lo estoy observando, pensó.

Sonó el celular y muy molesta atendió el llamado. ¿Quién podía interrumpirla en el momento más sagrado de su vida? Él levantó la vista, y ella sintió que la miraba. Por un momento no podía decir nada, el “hola” se atoró en su garganta. ¡Va a escuchar mi voz!, pensó. Pero rápidamente entendió que sus pensamientos eran absurdos. ¿Acaso que podía significar para él su voz?

Otra vez lo observaba, y con cada movimiento le parecía más bello. Lo vio acercarse al anaquel de filosofía, tomó un volumen con entusiasmo, pero ella no alcanzaba a leer qué era. Se inclinaba, ¿buscaba otro libro? Claro, ¡cómo no darse cuenta! Se estaba sentando en el piso. Qué mejor lugar para leer que el piso. Sus ojos no podían apartarse ni un segundo de su cuerpo, sentado en el piso leyendo no sabía qué era la imagen viva de su padre. Falta que se saque los zapatos cómo él, se dijo.

Su corazón se aceleraba más y más; hacía días que su corazón no sabía que ritmo tomar. Confundía su bombeo, y corría como desbocado en momentos como ése, en que su cuerpo estaba tan quieto.

El día anterior le había sucedido lo mismo. Esperó pacientemente y llena de euforia en la placita, para verlo llegar. Caminó de un extremo al otro de la cuadra con desesperación y muchas veces estuvo a punto de huir del lugar. El dato era certero, sabía que iba a aparecer caminando por la cuadra. Estaba frente al teatro; había ido con tanta anticipación que las letras de cada nombre, de cada actor, del director y del autor de la obra ya estaban memorizadas en su cabeza. “Las troyanas”; si hubiese sabido cual era la butaca donde iba a sentarse, se hubiese animado… ¿Se hubiese animado realmente? No estaba segura, el olor de su nieto la habría puesto muy nerviosa y seguramente se levantaría de la butaca y saldría de la sala.

Lo vio llegar por la vereda, con paso tranquilo y ágil, pausado pero con cierta prisa, ella cruzó desde la plaza hasta la vereda del teatro. Miraba hacia ambos costados, claro, buscaba a su amigo. La información que tenía era que iba a asistir al teatro con un amigo y su mujer. Los buscaba, eso hacía; sin detenerse entró al hall y dio una mirada alrededor. Había bastante gente. Ella lo observaba desde la vereda, detrás de los vidrios. A su lado una pareja estaba de pie, ¿y si fueran estos? pensó. Casi no tuvo tiempo de asombrarse. Él salía por la puerta nuevamente hacia la vereda, y escuchó su nombre. Sí, claro, no el nombre que su hija le había puesto al nacer, sino otro, pero que ella conocía.

El amigo lo llamaba, la pareja que estaba a su lado eran sus amigos… Se dirigió hacia ellos. Era la misma cara de su madre, la misma cara de paz. No pudo resistir tenerlo cerca, tuvo miedo de que él la reconociera y se alejó, pero el ya estaba llegando y rozó su cuerpo.

Rozó su cuerpo. Sintió su cuerpo, olió su cuerpo…su nieto tan amado…

Ahora otra vez, ahí sentado en el piso, tragándose esos libros. Apasionado por la lectura y la filosofía igual que ella.

¿Cómo decirle sos de mi sangre? ¿Cómo decirle soy tu abuela? ¿Cómo decirle te necesito? Te necesito para darle un sentido a su muerte, para contarte cuanto te amaba… para seguir viviendo.

Decirle que vestirse de negro a su padre le gustaba mucho, y que usaba el mismo tipo de barba.

Salió detrás de él, lo vio cruzar Santa Fe. Por un momento creo que él se fijó en ella.

Giro sobre sus talones hacia el lado contrario. No secó ninguna de sus lágrimas, era inútil pues iban a seguir cayendo, y se dirigió a su casa.

Faltaba muy poco, muy poco.

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