por Alejandro Alagia, Profesor titular de Derecho Penal, UBA.
Lo que se creía que no volvería a pasar, ocurrió. Sabemos que la pulsión de todo poder punitivo es llevarse siempre algo a la boca. Confiamos equivocadamente que los juicios por crímenes de masa cometidos por la última dictadura contra una parte de la población definida como enemiga terrorista era suficiente para no repetir el error de inventar amenazas absolutas. Por eso cuando se trata de violencia que habilita una ley el principio que ha de seguirse es la cautela. Pero los diputados del pueblo han servido un banquete para satisfacción de la ilusión punitiva. [Este artículo fue publicado en el Diario Página 12 ayer, jueves 22 de diciembre, y mientras salía el diario de la imprenta, en esa misma madrugada, los Senadores de la Nación completaron la aprobación legislativa de la ley.
Leemos el lenguaje de castigo del nuevo art. 41 que se quiere en el Código Penal: finalidad de aterrorizar a la población o de obligar a las autoridades públicas nacionales o gobiernos extranjeros o agentes de una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo. La pena máxima se aumenta el doble si con el peligrosómetro normativo el juez detecta en cualquier delito una disposición subjetiva como la que la ley describe.
La ley no aumenta las penas únicamente cuando la población se aterroriza o a una autoridad se le impide hacer o no hacer algo. Lo que produce escalofrío es el mayor castigo por meras disposiciones internas que el juez observa como síntomas de un potencial enemigo. Puro derecho penal de ánimo y de peligro. Una variante normativa del viejo peligrosismo racista. Sólo una minoría de fundamentalistas del castigo tiene a esta doctrina por verdadera.
Nunca antes el Congreso, desde la recuperación de la democracia, delegó tanto poder punitivo en favor de fuerzas de seguridad y jueces. No hay nada más equivocado que consolarse con la imagen de banqueros o poderosos perseguidos o presos. Es desconocer la naturaleza selectiva del poder punitivo. Esta grave habilitación de más trato cruel la sufrirán grupos vulnerables de la población sin que se afecte en lo más mínimo el lavado de dinero o la financiación del terrorismo. Los miles de procesos abiertos en todo el país que criminalizan la protesta prueban que los jueces no reconocen fácilmente como límite al poder punitivo el contenido de derechos sociales y políticos constitucionales o del derecho internacional de los derechos humanos.
Ningún organismo internacional ha podido definir conceptualmente al terrorismo. Tampoco los sociólogos y criminólogos pueden. Los juristas menos. La voracidad punitiva no lo logró con el delincuente subversivo, el demonio o las brujas. Quizá podríamos ofrecerle algo para que se lleve a la boca, lo que la mayoría reconoce como terrorismo: los delitos de lesa humanidad y genocidio.
23 de diciembre de 2011
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