Editor: Mario Rabey

16 de septiembre de 2011

Recorriendo la Av. Pueyrredón desde La Perla, por La Cueva, hasta Plaza Francia

La Recoleta, Roca y Tanguito

por Javi Tucci

Como todos los días y con más fuerza que nunca, me zambullí al furgón. El camino azaroso de las vías me condujo al 62 que, sin yo saber su destino, aceleró por Pueyrredón ¡Chau Cueva, Perla, Tanguito! ¡Hasta acá nomás! Plaza Francia ¿Dónde está el B.A. Rock del ’72, la mina que mueve sus caderas desde lo alto de una tumba ricachona del cementerio de La Recoleta, acompañada del mejor cielo anaranjado que uno pueda vislumbrar en años? ¿El cielo es siempre el mismo? ¿Y la gente? ¿Y el furgón de Morón a Once y La Recoleta?

NOOOOOOOOOOOOO. Un “NO” rotundo.
 

Los mocos que le cuelgan al pibe paqueado del quinto vagón -porque no tiene otro pantalón que el que lleva puesto y está hecho añicos y quizá, con algo de suerte, conozca a un fulanito/a que le regale una campera que le ataje un poco el viento y frío invernal-, no parece semejarse al picnic campestre adornado con lechuguitas de oro y vestuarios de pieles exóticas valuadas en un 2000% más al equivalente a lo que saca el pibe de los mocos chorreando en un día cualquiera pidiendo monedas
.
Mi ignorancia geográfica en aquel barrio de viejas conchetas y aburridas, descubrió una gran muralla. Por suerte no soy asiduo a este tipo de lugares empero, la pared de ladrillos viejos, atrajo la atención de mis muy más arraigados adentros.


Estaba yéndome y ¡ZASSSSSSSSSSSSSSSSSSSSS! Decidí ver qué era aquello que me había desviado de la geografía de mi mundo.


Al descubrirse las primeras cúpulas y ángeles que saludaban desde una altura considerada, comprendí que me encontraba frente al cementerio. Debo admitir que no suelo desorientarme, pero esta vez me encontraba perdido. No por no saber cómo llegar a Pueyrredón y nuevamente al Once y al furgón y la cinta que rebobina; me había extraviado entre seres de un mundo de fantasía y frivolidad. El mismo de los muertitos que descansan en nichos y mausoleos que podrían pagar el desayuno, almuerzo, merienda y cena de todo un año para cientos de barrios con miles de chicos que la pasan muy mal.


Poder caminar y analizar lo que se observa, puede ser un golpe muy bajo y, a la vez reconfortante; como compartir un churrito con los pibes en el furgón, mientras te cuentan que se fueron de caravana todo el finde y la bruja los va a amasijar en breves minutos jajajajajajajaja.


Hoy, como tantas otras veces -como casi siempre diría- pude seguir constatando la mala distribución de la riqueza en la sociedad, como así también, respirar las mínimas oportunidades que tienen muchos, y de las muchas que tienen muchísimos; pude seguir concientizándome en el cotidiano para decirles tanto a mi hija como a mis alumnos, “ésta es la verdad de la milanesa… luchemos por justicia social YA”.


Pero no todo tiene sabor a amargo. Antes de despedirme-espero que por décadas, aunque siempre resulte conveniente estudiarlos desde cerca- de la necia Anchorena, perdón… Recoleta, dejé un recuerdito en el mundo de los muertos.
 

Me acerqué a una tumba, más que una tumba era un tres ambientes de piedra. Desde la puerta de entrada de la sepultura podía leerse bien grande, como resaltándolo, el nombre del genocida más decorado de nuestra historia, que yace en ese pedazo de tierra que debe valer millones: Julio A. Roca. El que terminó con la vida de muchos miles de originarios- para entregarles las tierras a algunas de las familias que cuidan su estancia patagónica desde el palacete de Av. Alvear y Rodríguez Peña, quienes generación tras generación amasan el dinero manchado con sangre- dueños milenarios de estas tierras. El prócer más grande, según el billete más grande, aunque esperamos que la Presidenta lo cambie por el de Juana Azurduy. El que posee uno de los monumentos más grandes de todo este bendito-maldito país, ubicado en Diagonal Sur frente a la Legislatura Porteña, otro in-mundo. Y, por último, el que le da el nombre a una línea ferroviaria que une Constitución - La Plata.

Con toda la bronca de mi mundo, me incliné hacia la placa de bronce y escupí sobre su lecho de mierda.


Hoy, y como nunca, entendí por qué Tanguito murió casi zombi, tratando de alcanzar el San Martín para volver a su mundo, su Caseros.

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