por Celes Pazto
No podría decirle si soy la más señora de todas las putas o la más puta de todas las señoras. Pero si que mi cabeza se crió sin religiones, gracias a dios y que tal vez por eso las cosas se desarrollaron así.
Nací rechoncha y dotada con una mente dispersa, vulnerablemente fuerte, eterna pecadora y fantasiosa. La realidad es que todo era normal hasta que empezaron los besos, ahí cuando se terminaba la primaria y los chicos empezaban a servir para algo más que jugar a la pelota y marcarles los tobillos a patadas.
Después caí en un letárgico sueño rosado sobre esas cosas cuyo único encanto parecía ser tirarse pedos, hablar escatológicamente, traficar pornografía barata y reírse ante la mención de las palabras pene y/o vagina y todos sus ocurrentes sinónimos. Más que príncipes azules eran futuros piratas de besos negros.
Si tengo que ser sincera, y para horror y espanto de algunos voy a serlo, la primera vez que sentí a un hombre, y comprendí su esencia, fue parada en un colectivo yendo hacia el colegio. No era una nena, hoy en día me tratarían de tonta por desconocer tanto a esa edad, pero con el desarrollo no venia un manual de instrucciones.
Bueno, iba con mi uniforme de pollerita escocesa tableada, y con una tendencia incorregible a engancharse en mi mochila del lado izquierdo, dejándome la pierna al descubierto casi hasta la bombacha, cuando lo sentí. Fue después de un bache que se acomodó disimuladamente apoyando lo tremebundo de su entre pierna en el inocente hueco entre mis nalgas.
Y para que les voy a mentir, en ese momento todo tuvo sentido, y un millar de lagrimas se deslizaron por mis inexplorados sentidos internos.
De ahí en más, fue imparable, disfrutaba de cuanta compañía húmeda y caluros dejara desecho los pliegues de las tablitas que cubrían mis nalgas en cuanto transporte a hora pico pudiera proporcionarme.
Lo cierto es que no supe que hacer con todo esto hasta que entrados en su agonía mis 17 años conocí al, en ese entonces, amor de mi vida. Y me entregue en cuerpo y alma en las más duras tarde de calor interno, deseosa de maravillarme con todo lo que podía proporcionarme, hasta que lo exprimí y seque, dándome cuenta de cuanto lo quería entre lágrimas mientras lo dejaba en busca de nuevos dispensers de placer.
No es que sea puta, me gusta el sexo, pero los odio eh.
A los hombres claro, por andar por la calle caminando tranquilos con sus brazos alborotados en mordibles bíceps y tríceps, y esas espaldas sin relieve que tanto quisiera surcarles con mis uñas, con esos pantalones que magnifican lo más interesante de sus existencias, levantados en calzones represores.
Pero claro, se creen que ellos son los únicos de mirada lasciva, radares automatizados para un culo terrible o un par de buenas tetas, ciegos a cuando a una se le hace agua la boca mirando ese par de ojitos expresivos en esa carita dibujada por el mismo diablo que les dio semejante bulto apetecible!
Si les dijera cuantos he visto, no me creerían las variedades ni las posibilidades de entretenerse con ellos, que tantos curas pedofilos censuran.
Odio como me hicieron adicta a sentir sus cuerpos transpirados sobre el mío, y como me deleita el compás de sus gemidos al retorcerme encima suyo, bailando y saltando entretenida.
Yo probé alternativas, en una época me hice torta, y mira que las conchudas saben degustarla a una mejor que nadie, pero para mi, la carne es la carne, mi droga, y sobre gustos…
Además ¡vamos! No hay placer más grande que relamerse los labios, acariciarlos con la mano propia mirándolos a los ojos y fundirse en un beso húmedo y caliente, equilibrado entre lo suave y lo violento del llamado animal. Para luego separarse, y miralandolos aun a los ojos bajar lentamente hasta su entre pierna con la boquita semi abierta. Pero ni te digo, lo que me cuesta respirar en ese momento, con mis glándulas salivales completamente excitadas por el futuro inmediato. Y si bien mi filosofía es “un felatio no se le niega a nadie”, no puedo evitar disfrutar ante sus caras frustradas si los abandono a medio camino, en la plenitud de su existencia.
Pero si les doy el gusto, es porque todo el sexo me da placer, no importa la forma ni tamaño, ni la habilidad del instrumento. Claro, el problema resta en los hombres. Los odio. Lloran demasiado, y siempre tienen sentimientos, se hacen los malos y más sensibles son. Te hablan, te piden tu número y encima si los ves varias veces, te aman, y después, indudablemente, lloran.
Me siento culpable a veces, te digo, pero la realidad, es que los odio. Odio la dependencia física que me generaron, creo que seria mejor ser adicta a la morfina. Trate de dejarlos ¿saben? Pero es imposible. Y a mis 50 años casi no salgo a la calle porque me cuesta demasiado caminar entre ellos y controlar mi mente propia de una fabrica de pornografía. Claro, ahora tengo síndrome de abstinencia, y se hacen los difíciles, porque las carnes trémulas cuelgan de a poco, aunque me mantengo, el sexo es el mejor ejercicio, pero ahora son más exquisitos, los pendejos tienen a todas las pendejas putas que se entregan por un “buen día”, los viejos quieren nenas para sentirse adolescentes de nuevo, y acá estoy yo, retorciéndome a la búsqueda de buenos machos que les gusten las maduritas, porque encima, sigo sin conformarme con uno, me aburren, no me interesan ellos.
Como decía la chica con la que probé nuevos placebos para dejar “¿sabes como se le dice a la piel que le sobra al pito? Hombre”.
Y ahí queridas mías, radica el problema.
17 de octubre de 2010
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